Debo confesar que, como se dice coloquialmente, me ha costado “dios y ayuda” el ponerme a escribir sobre este tema. Es una cuestión que me afecta profundamente en lo más hondo de mis sentimientos. Quiero hablar sobre los ausentes, sobre estas personas a las que jamás podré volver a ver, ni admirar, ni leer, ni compartir. Se han ido, el inexorable tiempo les va alejando de nuestra cotidianidad. Es cierto que mientras nos acordemos de ellas estarán “vivas”, pero ya no podrán jamás volver a estar a nuestro lado, aunque en algunos casos nunca estuvimos juntos, no los conocí personalmente, formaban parte de mi “paisaje”.
Este es un año especialmente duro, quizás el hecho de avanzar en la edad me hace sentir las ausencias más profundamente, pero poco a poco están desapareciendo personas que son parte fundamental de mi vida, que son mi historia.
Debo de comenzar con la muerte de mi padre, ese fatídico 5 de enero, malhadada noche de reyes. Ahora, pasados más de cuatro meses, es cuando me estoy dando cuenta de que nunca más le volveré a ver, siento más su ausencia, y creo no estar todavía preparado para detallar en letra todo lo que por mi mente pasa. Será mejor esperar para que ese dolor tome poso y deje paso a una placidez del alma que me deje desarrollar mis pensamientos.
Pero no es la única perdida que he sentido y, como decía al principio, a muchas de estas personas no he tenido el honor de conocer en “directo”. Sin un orden cronológico y más por afinidades me referiría a Mario Benedetti. Sabíamos que estaba muy malito, que la edad era un hándicap para su recuperación, pero su pérdida es una pérdida de todos, bueno no de todos, es probable que la legión de miserables que puebla el mundo no le haya tenido entre sus predilectos. Ha habido muchos artículos en homenaje al uruguayo universal, pero me quedo con las palabras de mi querido Joan Manuel Serrat ya que sirven para explicar (él, que es un genio, me pone en bandeja casi toda posible descripción del ánimo que me embarga): “Vivo con la pena de perder un amigo que no voy a volver a ver; cuando regrese a Montevideo no lo voy a encontrar y estos vacíos que me va creando la vida cada vez son más complicados de sobrellevar, a pesar de que uno entienda muy bien que el camino es este y no hay otro”.
Carlos Castilla del Pino ha sido una eminencia dentro del mundo de la psiquiatría, elevó su profesión a cotas elevadas sobre todo si tenemos en cuenta que le tocó vivir una época donde se usaba esa disciplina para aplicar métodos canallas para favorecer al régimen franquistas. Personajes que utilizaron sus supuestos conocimientos para acabar con compatriotas en aras de una “cruzada” antimarxista, tipos como Vallejo-Nájera o López Ibor, son sinónimo de la degradación de la medicina al servicio del fascismo. Pero más que mis palabras recomiendo que se lea las memorias de este humanista, los dos libros que las componen, “Pretérito imperfecto” y “Casa del olivo” son dos obras de gran nivel.
No me olvido de Javier Ortiz, el gran columnista, ese periodista que te hacía buscar por la mañana en el diario su columna para ser un poco más capaz de conocer los entresijos de una sociedad menos informada cada día, a pesar de que haya más bombardeo informativo. Últimamente podías leerle en su blog y en el culmen de la sapiencia e inteligencia que adornaban a este ciudadano, pudimos leer su propio obituario escrito por él hace tiempo. ¡Quien mejor que uno mismo para describirse en ese momento de las alabanzas!.
Sobre Antonio Vega ya escribí una especie de obituario. Es curioso este personaje en el que confluyen miles de visiones distintas a la hora de analizar su forma de ser. Los que dicen conocerle observan distintas, diametralmente opuestas, su forma de ser. Lógicamente mi conocimiento sobre él es limitado, se concentra en sus textos que es lo que más me ha llamado la atención en su periplo artístico. Si realmente era frágil y sentimental se acerca aún más a mi.
Para terminar quiero rendir mi humilde homenaje a un ciudadano (y todo lo que conlleva el término) que no es conocido como los anteriores, que tuve la suerte de coincidir con él en tres o cuatro ocasiones en sus vistas a Talavera desde su Cuba natal, pero que sin poder considerarme su amigo si me dejó impronta de su ser. Se llamaba Pablo Arco, era licenciado en Historia y estaba especializado en historia contemporánea y compartía su saber en la Universidad de La Habana. Me supo transmitir en su conversación buenas dosis de socialismo y revolución, era un ser que “enganchaba”. Con todos lomitos que dejo en Talavera comparto el dolor de su pérdida y doy un abrazo especial a Elena y Paula.
Ójala esto fuera el final, pero la vieja dama sigue al acecho. Hasta siempre.